LUIS, CAPÍTULO 2

Pasado 10 años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada de mi viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el Oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina, esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el Norte flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies alfombradas de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteadores para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos pisamos e higuerones frondorosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guadales en aquellos cortijos donde habían dejado gentes virtuosas y amigables. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las más sentidas arias del piano de U***. Si los perfumes que aspiraba eran tan gratos, comparados con el del traje lujoso de él, si el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

Estaba muda ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en mi memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de él pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundo de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados susurros de tantos ropajes de hombres seductores, encontramos aquel quien hemos soñado a los diez y ocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente,  su voz hace enmudecer por un instante toda otra vez para nosotras, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas, entonces caemos en una postración celestial, nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirlo. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve él a mi memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es ese hombre, es su acento, es su mirada, es el ruidos de los pasos sobres las alfombras, lo que remeda aquel canto que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas; es necesario que vuelvan al alma, empalidecidas por la memoria infiel.'

Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a él contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

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